Zulema Febrero 07

Llevo siete días y veintisiete horas encerrada en mi casa. Me acerco a la puerta y compruebo lo sospechado. La puerta se abre con solo girar el picaporte. Maldigo.

Mi reclusión es netamente autoinfligida. Tengo visitas imaginarias y una tortura continua.

Ya no duermo. Sólo vomito comidas imaginarias. Mi boca solo acepta té y tostadas. Dos por día.

Hace una semana y seis días sonó el teléfono y escuché su voz. Por primera vez en un año y un mes.

Cuando sospeché quien era se me heló la piel y sé muy bien que la piel no se hiela pero a mi sí. Sentí el frío recorrerme por los epitelios y la dermis invadiendo mi conciencia solo para avisarme: es ella, esta vez, sin lugar a dudas.

Quedamos que a mi casa no venia, sería forzar las cosas demasiado. En un café cerca de Congreso, llegué como siempre diez minutos antes y pedí mi jarrito mitad y mitad y me acordé de los chistes que él me hacia con mi sonidos “mitamitá” y los dedos extendidos en el gesto argentino por excelencia para un café.

Decía, llegué temprano y muy consciente de mi ropa, quería que fuera la adecuada, planee la ubicación para verla entrar y tener esos segundos para reponerme al mal trago de tener que enfrentarla aún hoy, después de tanto tiempo.

A medida que se acercaba a mi mesa mis pulmones empezaban a rechazar el oxigeno que entraba por mi nariz. Al borde de la muerte por asfixia, sonreí. Intercambiamos cordialidades. Me dijo que estoy mas linda que nunca y no pude disimular mi sorpresa, porque realmente es mi peor momento. Yo, ya no soy la que era.

Por segunda vez, sonreí. Una sonrisa es el mejor disfraz para el pánico.

Dijo exactamente lo que yo esperaba que dijera. Que su cáncer, que el mío, los dos provocados por su hijo. El muy inútil. A todo asentí. Esperando que en algún momento yo entendiera el porque de su acercamiento.

Como a los veinte minutos marcados por el reloj de la pared me di cuenta: Está sola. Y vieja. Y enferma. Y ella NO va a cambiar. Perdió el poder sobre sus dos hijos, pretende manipularme a mi. Mirala, ahora me recomienda un oncólogo, quiere que le muestre mis análisis. Para compararlos a los suyos. Para ganarme en riesgo de muerte. Ella necesita mi lástima. Yo no la necesito a ella. Nuevamente sonreí. Mi soberbia me saca de las peores situaciones.

Mientras ella hablaba la recordaba en otras épocas. La asfixia trepaba por mi garganta y me abrazaba las cuerdas vocales. La odiaba hace dos años. Lloraba por ella. Y su maldad. Quería cagarme y lo logró. La odié por ser quien es. Por haber criado a ese hijo. Por lo que su hijo me hizo a mi.

Mi ansiedad se notaba en el movimiento continuo de mi pierna derecha. Ya va siendo hora de que hagamos lo que vinimos a hacer. Mientras me limpiaba las lágrimas silenciosas de mi cara buscaba algo en mi cartera. Lloré por cinco minutos y después sonreí. Y ella no lo vió.

Solo alcancé a darle una última mirada y ella movía sus labios con su último aliento esbozando algo como un gracias mientras su cabeza tocaba el piso. Sentí mucha pena por esa mujer.

Siete pasos había hasta la puerta.

Pisé la calle y paré un taxi. Demoró tres segundos en abrir la puerta y cuando terminé de repetirle la dirección de mi casa, me preguntó. "¿Que pasó allá atrás que había lío y gente con cara de susto?"

“Nada” le dije. “Hay un cáncer menos en el mundo”.

posted by Libelula de Acero @ 22:29,

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